Coordinador: Guillermo Saldaña Caballero
Conocimiento y Ciencia
Hay debates que nunca concluyen y que constituyen la savia fundamental para tratar de entender el significado de las cosas y más específicamente el papel que tiene el hombre en el devenir del mundo. La evolución del conocimiento es inacabable y surgen nuevas interpretaciones sobre el origen, el desarrollo y el fin del universo. La visión de los hombres cambia ante nuevos descubrimientos y aun cuando parezca que ya no existe espacio para nuevas teorías, estamos sujetos a las dimensiones temporales que nos ha tocado vivir; por lo tanto, humanamente no pueden existir verdades definitivas.
La idea de que todo es relativo, sin embargo, no nos debe llevar a creer que todo lo que se afirma y se dice pudiera ser admisible. Descubrir la verdad es una tarea que no puede estar sujeta a la simple especulación: se requiere no sólo de explicar, sino de verificar, de comprobar, lo que se afirma. Las bases que sustentan el conocimiento son progresivas; es decir, tienen un carácter evolutivo y generalmente, revolucionan la conciencia de lo que somos y genera rutas para tratar de comprender hacia dónde vamos.
Avanzar hacia la verdad no ha sido tarea fácil; por el contrario, ha significado enormes sacrificios, porque generalmente las nuevas teorías desconfiguran la percepción de lo que antes se creía. Más que la información, el poder se ha sustentado en hacer prevalecer los dogmas, en controlar las conciencias. Los grandes hallazgos han derrumbado barreras y han elevado el razonamiento hacia el conocimiento científico. La etapa histórica de la humanidad denominada como “Reforma” es, sí, de ruptura con la Institución que monopolizaba la verdad constituida en fe: “la iglesia católica”; pero también es un parteaguas que permitió el desarrollo de la ciencia de una manera abierta e ininterrumpida. Esta irrupción contra las ataduras ideológicas en los siglos XV y XVI, término juzgándose como una herejía, como un atentado contra la fe; lo que llevó al sacrificio y a la inmolación. Sólo hay que recordar la historia de Giordano Bruno, pero no es el único.
No debemos pensar que todo está superado, esto es, que en las sociedades modernas prevalece el conocimiento científico sobre las otras formas de conocimiento, o que se esté exento a la violencia o a la represión cuando se difiere o se enuncian principios científicos: en las ideologías también imperan los dogmas.
El método científico sustentado en la observación, la formulación de hipótesis y la experimentación, hasta llegar a la comprobación pareciera cumplirse en las ciencias que definimos erróneamente como “exactas”, como si ya no hubiera posibilidad a la generación de nuevas teorías o leyes; siendo que aún se siguen explorando vertientes explicativas, sobre todo, del universo y como si la comprobación y la verificación de muchos fenómenos todavía no estuviese a prueba, o como si el campo experimental en algunas ciencias fuese ya en vano, innecesario o imposible. En las que denominamos ciencias sociales pareciera que la triada del método científico (observación, experimentación y comprobación) no se cumple del todo, por lo que merecerían el adjetivo de “inexactas”. Explicar el comportamiento del hombre en la sociedad y formular teorías siempre va a estar sujeto a la incertidumbre; por lo que podríamos concebir que las ciencias sociales sólo terminan configurándose como una aproximación de la realidad.
La paradoja es que las ciencias sociales siempre van a estar sujeto a análisis, porque el comportamiento humano en cierto sentido es impredecible por su complejidad. El hombre difícilmente “puede saltar su propia historia” y mucho de lo que es o de lo que quiere ser surge de aspiraciones difíciles de corroborar, por tener una naturaleza abstracta y, hasta ahora incuantificable. El plano ideológico o de las ideas carecería de sentido si no tratara de materializarlas; por eso importan los medios, sin ellos todo fin sería irrealizable. Han pasado casi 500 años de la creación de uno de los textos fundamentales de la ciencia política: “El Príncipe”, de Maquiavelo, publicado originalmente en 1532, y seguimos discutiendo sobre la bondad y la perversión de conceptos como el poder y la riqueza. Todas las ciencias sociales convergen en la necesidad de analizar ambos preceptos, en medio de una dilucidación compleja porque más allá de las aspiraciones individuales existe el bien común. Y es que el hombre, como ser social, inventó –incluso antes de las polis griegas– una categoría superior a las prerrogativas individuales, que está por encima del natural egoísmo: el Estado, que es el rector y arbitro del comportamiento humano y garante del bien común.
En el engranaje de las sociedades no podemos desdeñar a ninguna ciencia como motor que impulsa el progreso; quien ejerce una actividad científica debe creer que aporta conocimiento y por lo tanto, riqueza a la sociedad. En todas las actividades la ética es una manifestación indispensable, pero en las ciencias la retribución social adquiere el más amplio imperativo categórico. El devenir de la humanidad nos ha enseñado que la ciencia no puede estar sujeta a egoísmos; existen, sí, enormes utilidades para los inventores o los creadores, pero estas aportaciones terminan siendo invaluables porque elevan la calidad de vida y reducen el esfuerzo productivo de las sociedades. Las ciencias, en efecto, están al servicio de la humanidad.
La evolución del conocimiento, por desgracia, también ha empañado la historia de la humanidad: tecnológicamente, el hombre es cada vez más capaz de destruir el mundo. Esto último no niega la opción ética, al contrario, la fortalece: sin conciencia ―dado el avance tecnológico― la sobrevivencia de la humanidad se podría reducir a un tiempo mínimo pensable.
Nada más delicado que la falta de probidad para hacer posible el progreso social de las comunidades. Todo se desvirtúa si los hombres que conducen la política, la economía o la impartición de justicia carecen de una actitud honorable y honesta. Los impactos de la corrupción afectan los equilibrios del poder y de la riqueza, es decir, pervierten el esfuerzo social al desviar en grado extremo recursos que bien podrían utilizarse para ampliar y consolidar el desarrollo social, sobre todo cuando existen notables carencias en servicios como la educación, la salud, la vivienda y la seguridad social. No pueden existir expectativas racionales, si se concibe que la riqueza puede provenir de actividades que dañan el bien público. Cuando el mal ejemplo cunde se rompe la armonía social y se desvirtúan los conceptos relacionados con la retribución productiva y la generación de riqueza: “a cada uno lo que le corresponda según su aportación”, o sólo el trabajo digno genera riqueza dirían los economistas clásicos[AE1] .
Cada una de las ciencias sociales tienen su propia definición y acotan el campo de atención de quien las ejerce. Teóricamente los conocimientos adquiridos deben ser una palanca en el desarrollo de las sociedades. Es innegable que el trabajo científico o de los profesionales de las ciencias sociales debería estar bien remunerado, pero es el plano ético, el deontológico (siempre hay que acudir a Kant) el que debe imperar: ¿cuál es la función social de un estudioso o profesionista de una ciencia social?
La Función Social del Economista
La definición de la economía como ciencia parece amplia y en muchos sentidos inagotable, a tal punto que enciclopédicamente se tiene que desagregar en varios puntos:
“La economía es la ciencia social que estudia:
la extracción, producción, intercambio, distribución y consumo de bienes y servicios;
la forma o medios de satisfacer las necesidades humanas ilimitadas mediante recursos limitados;
la forma en la que las personas y sociedades sobreviven, prosperan y funcionan:
la distribución de los factores productivos en una sociedad”
La página “economipedia” agrega en su definición: “La economía …Además, también estudia el comportamiento y las acciones de los seres humanos”. Pareciera, entonces, que la economía abarca el todo o muchas cosas, lo que poco ayuda a precisar cuál es la función social de los economistas; incluso se podría alardear de que nos movemos en un campo interdisciplinario en el que compartimos funciones con los filósofos, los administradores, los contadores, los politólogos, los sociólogos, los abogados y los psicólogos, entre otros profesionistas.
Desde luego, las ciencias sociales se encuentran interrelacionadas, pero en un sentido más amplio la economía está asociada a la política, definida esta como una ciencia que aspira a atender y sobre todo, a resolver los asuntos que afectan a las sociedades. De modo que no debería existir un economista que no le interese la política, porque el objetivo de un estudioso de la economía es promover el progreso social o proponer los cauces para dar solución a los problemas que aquejan a las sociedades. Los grandes referentes de la ciencia económica como Adam Smith, David Ricardo, John Stuart Mill, Alfredo Marshall, Keynes, Hayek y Pigou han estado influidos por fuertes motivaciones políticas; lo que conlleva a señalar que toda teoría económica, por abstracta que parezca, está asociada a la definición de propuestas o políticas para alcanzar los equilibrios económicos que requieren las sociedades para un desarrollo continuo y armonioso.
Este interés natural de los economistas hacia la política ha evitado que la ciencia económica se convirtiera en un estanco de ideas alejado de los anhelos y aspiraciones sociales. La generación de teorías conlleva siempre a la definición de modelos que deben instrumentar los Estados para promover el desarrollo de sus ciudadanos; es decir, las grandes ideas tienden a materializarse porque se concibe que corrigen las fallas de estrategias o modelos que empiezan a ser obsoletos ante la dinámica de la realidad social. Ningún economista podría defender conceptos como la estabilidad económica, el pleno empleo o el libre comercio sólo con argumentos económicos; prevalecen también criterios éticos y/o políticos sustentados en la justicia, el derecho y el equilibrio social. Los principios y premisas económicas, por su alcance o su contenido se convierten tarde o temprano en norma social, dentro de la lógica de hacer respetar los derechos individuales, sin que se rompa la prevalencia del interés general.
Esa idea de articular el pensamiento económico con el desarrollo social le dio cauce a la fundación de la Escuela Nacional de Economía (ENE) de la Universidad Nacional de México en 1935. Catorce años después, en 1949, Gilberto Loyo, director de la ENE de 1944 a 1953, afirmaba:
“Esta nueva profesión de economista tiene además elevada y noble significación social; porque piensa no en un plano de problemas e intereses individuales, sino en un plano de intereses y de problemas sociales, procurando siempre encontrar soluciones científicas y medios para alcanzar esas soluciones en el ámbito de la sociedad, no del grupo aislado. Aun cuando el economista estudie y resuelva o trate de resolver los problemas de un grupo restringido de intereses, siempre tiene que plantear y estudiar los problemas de ese grupo en función de la sociedad, por el principio de la interdependencia económica”.
Mucho le debemos agradecer a los grandes maestros que fundaron y construyeron la ENE, entre ellos debemos recordar a Enrique González Aparicio, Jesús Silva Herzog, Ricardo Torres Gaytán, Horacio Flores de la Peña e Ifigenia Martínez Navarrete. Todavía en los setentas impartía catedra el maestro Alfonso Pulido Islas, director de la ENE de 1942 a 1944, un erudito de la historia de México, que la transformó en historia económica. Tiene razón Manuel López de la Parra cuando hace referencia a que la Universidad es una ciudad del conocimiento, en donde se piensa, se crea y se investiga. De los fundadores de la ENE surgió una de las obras fundamentales en la formación de economistas el Tratado de Teoría Económica de Don (hay que poner el Don con mayúscula, cuando existe merecimiento) Francisco Zamora Padilla, publicado por el Fondo de Cultura Económica originalmente en 1953. Aún se abre el Tratado y se leen algunos de los temas: la economía política y el hecho económico; el proceso económico; la utilidad; el método dialéctico; la teoría objetiva del valor; la teoría subjetiva del valor; el mercado y la demanda; la formación de precios…Formar economistas creando ciencia desde el mismo campus universitario, desde el interior del alma mater. ¡Vaya mérito!
Queda claro que la economía no es una ciencia aislada, que es una ciencia social que toca muchas aristas, pero todavía no se puede todavía precisar cuál es la tarea y función social del economista. De la definición inicial, debemos destacar una que llama la atención: La economía es una ciencia que estudia “la forma o medios de satisfacer las necesidades humanas ilimitadas mediante recursos limitados”. Vayámonos por ese punto.
Le podríamos dar más contenido a la definición si agregamos tres conceptos más: responsabilidad, gestión y eficacia (o si se prefiere eficiencia). De modo que la definición que podría resultar más simple y agradable en el quehacer social quedaría de la siguiente forma: “el economista tiene la responsabilidad de analizar, entender y capacitarse para poder gestionar en forma eficaz los recursos escasos para satisfacer las necesidades humanas”. Dilucidemos: responsabilidad significa “tener consciencia de las obligaciones y actuar conforme a ellas”; gestión, es la acción que se lleva a cabo para resolver una cosa o un problema; y eficacia, es la capacidad que se tiene para producir un resultado deseado.
Es cierto, responsabilidad, gestión y eficacia son conceptos consustanciales a cualquier profesión, empero, guardan una relación indisoluble con el término “economía”. Se puede llegar a resultados con victorias pírricas, pero no es aconsejable: no se es responsable, ni se es eficaz cuando una gestión lleva a altas tasas de crecimiento, pero despilfarrando recursos o generado altos costos en el presente que limitan el desarrollo en el futuro. Hay quien sigue pensando, por ejemplo, que en los setentas hubo en México una “buena gestión de la abundancia”, cuando claramente esto nos llevó a grandes desequilibrios en las finanzas públicas, a un enorme endeudamiento y a un proceso de estancamiento con inflación, y a rezagos que nunca se compensarán. Se quisieron aprovechar las condiciones del mercado petrolero, pero con enormes descuidos y una vez que los precios internacionales revirtieron la tendencia, se hizo evidente que los equilibrios se habían perdido, junto con el único resorte del crecimiento económico. Se habían puesto los huevos en una sola canasta y la gallina había dejado de poner huevos de oro.
Sigamos con el corolario de la definición: “satisfacer las necesidades humanas”. Los fundadores de la economía fueron en primer término filósofos morales, es decir, estaban preocupados básicamente por la generación de valor o riqueza para propiciar el mayor bienestar posible: el buen vivir, la felicidad y el deber conjunto de los hombres como seres sociales; es decir, fundaban sus apreciaciones en que cada quien tenía que cumplir eficazmente su tarea dentro del engranaje económico. No negaban la existencia de clases sociales, pero lo que parecía una utopía tenía un contenido hermoso: el empresario era una persona que creaba puestos de trabajo, que luchaba por generar riqueza y la distribuía, siendo la utilidad un justo premio por ese esfuerzo y por poner en riesgo su patrimonio para alcanzar metas sociales. Años más tarde, en el transcurso del siglo XIX, la concepción encantadora se transformó en una visión terrible: explotación: la explotación del hombre por el hombre. La interacción económica de seres humanos para crear valor se deshizo para dialécticamente generar, como motor de los acontecimientos económicos y de la historia misma, a la lucha de clases.
Los postulados clásicos formaron la base de lo que correctamente se llamó (y se sigue llamando) Economía Política, a la que se reconoce como una ciencia social sustentada, en todos los conceptos asociados a la generación de valor: producción, distribución, intercambio o comercio, entre otros. A Smith y Ricardo, lo que realmente los motivaba intelectualmente era el descubrir y descifrar cómo se genera el valor, para propiciar una mayor retribución social y engrandecer a su nación.
La economía tomó un nuevo cauce cuando surgió el concepto de Teoría Económica. Naturalmente con la idea de acercar a la economía a las ciencias exactas se formularon principios y leyes sustentados en modelos matemáticos para hacerla tan formal como la física o la química. Los intentos no han sido en vano, no puede negarse que las leyes económicas son aplicables a la realidad y que fundamentan las bases del desarrollo económico de las sociedades. Hay quien cree que los hilos sociales de la ciencia económica se han perdido en un laberinto de números. Pero no es del todo cierto, porque la economía es una ciencia de equilibrios; es decir, se deben de evaluar y medir los fenómenos a efecto de que estos no se desborden. La misión, en términos de eficacia, es evitar que los fenómenos desgoznen los equilibrios básicos que propician la inversión, el empleo, la estabilidad de precios y de los mercados monetarios y de divisas, entre muchos otros.
Se podría aducir que la ciencia económica tiene resultados fallidos y que México sería un claro ejemplo de ellos. Sin duda, es factible que ante circunstancias específicas y de los mercados se hayan tomado estrategias erróneas o que no se cuidaron tampoco todos los aspectos; pero también debe comentarse que la economía es una ciencia que deriva de la ética. Es lamentable pensar que, en mucho, los fracasos provengan de actitudes humanas perversas como la falta de probidad en el manejo y usos de los recursos públicos, o del cohecho o de la coalición de intereses entre funcionarios públicos y agentes privados. Ningún modelo económico es funcional ante semejantes conductas. ¡Esto es una realidad!
Tratemos de llegar a una conclusión: la economía es una ciencia social, que explica los mecanismos para satisfacer las necesidades de las personas, cómo interactúan entre sí y reaccionan naturalmente si no cuentan con una fuente estable de ingresos o de riqueza. Sin cumplir cabalmente con esta condición, todo modelo o propuesta económicos estará condenada al fracaso. El juicio de valor es claro: la misión del economista es contribuir con sus teorías y reflexiones a satisfacer las necesidades humanas y la sociedad exige de nosotros responsabilidad y eficacia. Esa es nuestra misión y si se nos ha olvidado, hay que recuperarla en nuestra memoria; incluso atrás de lo que parece frívolo: los modelos y los números, que posibilitan los equilibrios y ajustan las desviaciones, la economía es una ciencia con alma.
Esta historia continúa.
Equipo Ekonosphera:
Gildardo Cilia López.
Juan Alberto Equihua Zamora.
José Eduardo Esquivel Ancona.
María Guadalupe Martínez Coria.
Arturo Urióstegui Palacios.
Coordinador: Guillermo Saldaña Caballero.
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