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Foto del escritorGildardo Cilia López

Los Sueños de nuestros Héroes: Historia y Olvido

Actualizado: 21 sept 2020

Gildardo Cilia López.


Si algo ha de recuperar México en los años por venir son los anhelos de nuestros próceres. Lo héroes – dice Henestrosa – no duermen, todos los días se despiertan para hacer realidad sus sueños. No se trata de hacer regresar al Estado, ogro filantrópico, que repartía dadivas para tener sustento político; ello, en contraposición a la historia reciente de treinta años de gobiernos frívolos, carentes de sensibilidad social. Se aislaron tanto de la sociedad, que ahora sus partidos políticos, en una crisis sin precedentes, luchan por su sobrevivencia. Se trata de generar riqueza y de distribuirla generosamente de una manera sustentable a partir del esfuerzo social.


Quienes gobernaron desde la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado, se desvincularon de la verdad histórica y alinearon el devenir del país a sus propios propósitos, a sus propios mitos: “modernidad económica”, “liberalismo social”, “desarrollo humano sustentable”. El debate histórico se había hecho superfluo y había perdido importancia. Para quienes nos gobernaron sólo les era suficiente señalar que el mundo había cambiado y que ya no se podía seguir igual; que nuestros cauces y principios que nos forjaron como nación se encontraban anquilosados.


El balance del México que nos dejaron no puede ser más negativo. México se hizo más injusto y desigual y menos humanitario; más pobre y con violencia inmoderada. Quien gobierna hoy, si efectivamente desea trascender, tiene la difícil tarea de reconstituir el tejido social; de abogar por un México generoso y con fortalezas institucionales para resolver los graves problemas nacionales. Se tiene que retomar el cauce de la justicia social y engrandecer los ideales de los principales protagonistas de las revoluciones de los siglos XIX y XX: los ideales de los próceres.


El agravio de la pobreza histórica


No es difícil señalar como antecedente de las revoluciones de independencia y la mexicana, la existencia de un país injusto y desigual.


1.- En la última etapa del periodo colonial el contexto de nuestra realidad era el siguiente:


Los españoles y algunos criollos privilegiados (mineros y grandes comerciantes), alrededor del 11% de la población, acaparaban casi la totalidad de los frutos económicos que se producían. Esta aristocracia peninsular y criolla, enriquecida por la minería, el comercio y por la concentración de tierras, era una clase arrogante y ociosa: “aún en Madrid había pequeños grupos criollos, cuya vida ociosa y suntuosa (era) contemplada con admiración y (sorna) por la nobleza metropolitana”1.


A los indígenas que representaban alrededor de 60% de la población total, se les ocupaba en haciendas, ranchos y minas; trabajaban como peones acasillados o forzadamente; habían sido víctimas de despojos de tierras o se les había congregado en pueblos para el repartimiento de mano de obra. El segmento más afortunado, había preservado la propiedad comunal de la tierra, pero su producción era en la mayoría de los casos de autoconsumo y se le forzaba a pagar tributos, rentas reales o alcabalas, sin descontar las donaciones y aportaciones voluntarias (diezmos) que le hacían a la iglesia. Los indígenas en la práctica vivían en condiciones paupérrimas y eran víctimas de todos, por lo tanto, sufrían una explotación sin paralelo y una expoliación recurrente.


En el peldaño más bajo de la pirámide social se encontraban los negros, mulatos, zambos y otras castas. Se asentaban principalmente en tierras calientes, cultivaban en los campos y en los ingenios o trabajaban en los reales de minas; vivían casi sin derechos y con severas obligaciones, prácticamente en la esclavitud.


Indígenas, castas y esclavos vivían en la pobreza extrema, su vida era penosa y con pocas posibilidades de ascender en el escalafón social. El mismo Abad y Queipo – él que anatemizó a Hidalgo - señalaba: “(esas) clases que no tienen bienes, ni honor, ni motivo alguno de envidia para que otro ataque su vida y su persona, ¿qué aprecio harán…de las leyes que sólo sirven para medir las penas de su destino?”2


2.-En la etapa previa a la revolución mexicana, nuestra realidad era la siguiente:


México tenía 13.5 millones de habitantes, de los cuales 11 millones vivían en la extrema pobreza.


En la concepción modernizadora porfirista se articuló el progreso material al arribo del capital externo. Se les abrieron las puertas a las empresas norteamericanas, inglesas, francesas y españolas, que se apropiaron prácticamente de importantes ramas de la economía. Los capitales extranjeros llegaron a ser dueños o administradores de los ferrocarriles; controlaban la banca, la minería, el petróleo, la riqueza forestal y frutícola y el comercio.


La desigualdad era notoria en todos los ámbitos productivos. El 40 por ciento de las tierras era propiedad de tan sólo 840 hacendados. El latifundio era tan desmedido que un solo hombre, el General Terrazas, “poseía en el Norte de México un predio de 24 millones de hectáreas, equivalente a los territorios de Holanda, Bélgica, Dinamarca, Hungría y Suiza juntos”.


En contraste, once millones de mexicanos vivían dentro del sistema de las haciendas, de los cuales 9 millones eran peones acasillados. El desarrollo de las haciendas, particularmente en los valles azucareros del Estado de Morelos e Izúcar, Puebla, se asociaba a la necesidad de contar con suficiente fuerza de trabajo; para lo cual era preciso retenerla. El esquema más eficaz fue el de la retención con deudas imposibles de liberar. Este mecanismo posibilitó mantener una fuerza de trabajo barata (empobrecida) y con escasas posibilidades de movilización.


Esas haciendas azucareras, es importante subrayar, se habían apropiado de la mayor parte de los recursos naturales de los pueblos indios y labradores independientes. Además, contaban con diferentes mecanismos de extracción de riqueza al acaparar las tiendas y toda la producción de azúcar, aguardiente y miel.


Los trabajadores ganaban un miserable salario de 25 centavos diarios, igual que al final de la colonia, no obstante que los precios de los artículos que consumían se habían elevado al triple. Sobre esta situación narro textualmente el testimonio de un miembro de una familia errante, desheredada de sus tierras: “El ingenio de Jaltepec, era un centro de trabajo que ocupaba a miles de hombres que eran el sostén de sus familias, aunque triste es decirlo, con salarios muy bajos, casi de hambre, pues el salario era de veinticinco centavos diarios para los jornaleros. Había, es de suponer, salarios mayores para los mayordomos de campo y los tristemente capataces que... instaban a los pobres jornaleros a producir más y más, con sus fuerzas exhaustas, por la escasa alimentación que podían allegarse con tan miserable jornal (Notas biográficas de Eustolio Cilia Flores).


Las masas campesinas de los pueblos de Morelos y del Sur de Puebla, foco de la insurrección zapatista, resintieron así una doble injusticia: el despojo de sus tierras y su condición miserable como peones o como trabajadores asalariados.


El carácter social de las revoluciones


Los movimientos de 1810 y 1910, sólo pueden ser comprendidos cabalmente, si se asume que fueron en esencia revoluciones sociales que cuestionaron la estructura del Estado, ante sistemas desiguales e injustos. Bajo esta óptica, resulta imprescindible describir los planteamientos de quienes encabezaron estos movimientos populares por el cauce de la justicia social: Hidalgo, Morelos y Zapata.


Hidalgo: El hombre en llamas


Empecemos por las palabras de Hidalgo, las que abren una nueva etapa en nuestra historia: ¡Caballeros somos perdidos! ¡No hay más recurso que ir a coger gachupines! No había posibilidad para la retractación. Las palabras de Juan Aldama: “Señor, ¿qué va a hacer vuestra merced?; por amor de Dios vea lo que hace”, no lo hicieron desistir de su decisión histórica.


¿Quién era este hombre en llamas? Se coincide que era un talento lucido, un hombre lleno de méritos intelectuales: “Bachiller de Artes a los 17 años; Bachiller en Teología a los 20… Profesor de Filosofía a los 22 años; después de Latinidad y luego, Profesor por oposición de Gramática…el ascenso (sigue y es) promovido a Secretario y después a Rector del Colegio de San Nicolás”3. En él existía incluso cierta soberbia: “se graduó como bachiller en la Real y Pontificia Universidad (de México), no recibiendo los demás grados (por) la infeliz idea que tenía de los méritos del claustro universitario, a quien calificaba como una cuadrilla de ignorantes”4


Es 1792 inicia una segunda etapa en su vida, deja la academia (su alma mater) para convertirse en un cura de almas en diferentes pueblos. Su vida cambia de rumbo, pero su grandeza aumenta. “El intelectual que había vivido siempre entre sutilezas, abstracciones y dogmas, bajó a la realidad misma del país y se encontró con el alma misma del pueblo”5 Hay varias huellas, sobretodo en Dolores, en donde fue Párroco durante siete años, que permiten descubrir sus pasos:

En lugar de latín y filosofía, les enseñó a los lugareños trabajos y oficios; en esencia, se transformó en un redentor de hombres en vida: “A sus propias expensas estableció talleres de alfarería y curtiduría, inició la cría de abejas y de gusano de seda, enseñando estos medios de enriquecimiento a la gente pobre; plantó viñedos y olivares, y fabricó vino, aceite y aún telas de seda, convirtiendo su curato en un centro de trabajo”6.


Hidalgo, en 1810, da un nuevo giro: traza el camino de la revolución social. No hubo gradualidad, la insurrección fue abrupta y trastocó el orden colonial. La acción de las masas era casi instintiva y sin razonamiento, seguían a un hombre con una conciencia superior, pero que se había lanzado a la vorágine sin un plan de guerra concebido. Había arrastrado a las masas, pero ese ímpetu difícil de contener, también lo había arrastrado a él.


La revolución de independencia se convirtió de inmediato en una insurrección popular. El odio contenido durante más de tres siglos movilizó a las masas: “los insurgentes eran sólo 800, en Dolores; tres día más tarde eran 6,000, en San Miguel; creció el torrente y el 28 eran 15,000 en Guanajuato, y...en Valladolid, a un mes apenas del grito, el río humano, desbordado, pasaba de 50,000 hombres”7. El caudal incontenible siguió creciendo: en Acámbaro el ejército de Hidalgo contaba con 80,000 hombres y algunos estiman en las Cruces, muy cerca de la Ciudad de México, una masa insurgente de 100,000 hombres.


En la sacristía del santuario de Atotonilco, a Hidalgo se le ocurrió una genial idea: al ver una imagen de la Virgen de Guadalupe, la enarboló en una pica y le puso la siguiente inscripción: “¡Viva la religión! ¡Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la América y muera el mal gobierno!”. El estandarte de guerra aglutinó a ese gran ejército y a los pueblos que iban engrosando a sus filas en torno a una figura que le daba identidad al movimiento de independencia, sustentado en el nacionalismo criollo. Era la virgen morena, la virgen protectora de los indios; la virgen nativa de las Américas:


“El clero criollo había encontrado, desde el siglo XVI, un poderoso símbolo religioso en la virgen de Guadalupe. Su pregonada aparición en 1532, dio un asidero espiritual propio a la iglesia mexicana. El patrocinio de la madre de Dios independizó la espiritualidad católica autóctona de la tutela de las órdenes religiosas peninsulares e hizo marchar tras de sí, por igual, la fe sincrética de los pueblos indígenas -que veían en la efigie una reencarnación de Tonantzin, diosa azteca madre- y la devoción autonómica del fervor criollo que encontraba en la Virgen Morena la vindicación de sus reclamos americanos.”8


La alegoría era impresionante: un cura de pueblos que reclamaba la independencia con el pendón de la Guadalupe, en medio de una procesión, cuya marcha iba conformando un ejército multitudinario; la causa de la independencia se había convertido en una causa casi santa. Para el bando gobiernista español el cariz de los acontecimientos más bien era aterrador, era la rebelión de una chusma encabezada por un apostata. Abad y Queipo, en su edicto del 8 de octubre de 1810 señala: “Que en cuanto ha perturbado y perturba el gobierno y orden público, y ha puesto en insurrección la masa general del pueblo de un considerable distrito, e intenta poner la de toda la Nueva España en el mismo estado de insurrección...; en este concepto constituye el crimen más horrendo y nocivo que puede cometer un individuo contra la sociedad a que pertenece”9


El caudal de hombres se concibe aún más imponente, si se toma en cuenta que de acuerdo con el censo levantado entre 1790 y 1793 por órdenes del Virrey Conde de Revillagigedo, la población en la Nueva España ascendía a 6 millones 122 mil 354 habitantes; en tanto que la ciudad de México contaba con 111 mil habitantes, aun cuando José Antonio Alzate la estimaba en 213 mil habitantes. Desde luego esa masa de 100 mil hombres, en el apogeo de la insurrección popular, era mayor que la que presentaban las poblaciones de las principales ciudades: Guanajuato, Querétaro, Puebla y Zacatecas.


El contenido popular de la lucha de independencia llevó al extremo el enfrentamiento entre clases, trastocó los cimientos del orden social y la economía colonial. Los actos de rapiña acontecidos, sobre todo en Guanajuato, quedaron grabados en la conciencia de dos de nuestros principales pensadores. Para el liberal Jose María Luis Mora las pasiones enardecidas condujeron a que se sufriera el ataque más formidable al derecho de propiedad; en tanto que para el conservador Lucas Alamán el movimiento de independencia fue “un levantamiento de la clase proletaria contra la propiedad y la civilización”10. Abad y Queipo, por su parte, insistía en que la movilización “(constituía) una causa particular de guerra civil, de anarquía y destrucción (y concluía): ¡Insensatos! ¡Frenéticos! ¡Enemigos de la patria cuyas entrañas estáis despedazando y queréis reducir a cenizas!”11


La insurgencia en México además de sus objetivos libertarios fue sui géneris porque revistió un carácter agrario que no se presentó en los otros movimientos independentistas de América12. La lucha por la tierra, por su posesión y por su reparto, se convirtió desde este momento en una aspiración social, cuya resolución no se dio a lo largo del siglo XIX y de nueva cuenta convulsionó al país en la segunda década del siglo XX.


En torno a la cuestión agraria vale la pena mencionar el siguiente edicto de Hidalgo: “Tocante a las tierras pertenecientes a las comunidades de los naturales, ordenó: se entreguen a los referidos naturales las tierras para sus cultivo, sin que para lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad que su goce sea únicamente de los naturales en sus respectivos pueblos”.


Hidalgo, así, encabezó una revolución popular, cuyo fin era destruir los pilares de un sistema que perduró por más de tres siglos sustentado en la tiranía política y en la expoliación económica. Su espíritu constructivo sólo lo podemos entrever. La nación que quería forjar la podemos esbozar a partir de algunos objetivos plasmados por él en la insurrección; por la fe que tenía en el desarrollo de las industrias en los pueblos y comunidades y por ser Hidalgo el hombre que quiso llevar a la práctica una patria trazada a partir de la ideología del nacionalismo criollo.


Cito el párrafo de un discurso (el más hondo y bello que he leído sobre Hidalgo) del Doctor Ignacio Chávez: “(Con la prisión y muerte de Hidalgo todo quedaba perdido en la bruma de un futuro incierto): el nacimiento de un pueblo libre, sin esclavitud y sin oprobios de clases; el advenimiento de una República soberana y próspera gobernada sólo por mexicanos, en el que el hombre del campo tuviera sus tierras y el de las ciudades sus pequeñas industrias; el nuevo régimen social con que soñaba, en que reinara la igualdad y en que fuese ley su fórmula de concordia”13.


Morelos: moderación de la riqueza y conciencia colectiva.


Morelos era, por sí mismo, el símbolo de una nueva nacionalidad; era más que un heredero de la tierra, era su savia. Había en él una gran inteligencia, pero sobre todo una inspiración sobresaliente: su vida era producto de su esfuerzo; su carácter se había forjado en el campo y en los caminos, entre la tierra, la arena y el polvo; su sangre era la síntesis del largo mestizaje. “Era, blanco, mestizo y negro... Tal vez por eso tenía la inconmensurable capacidad de hacerse entender por ello(s)”14 .


Morelos tenía un perfil distinto al de Hidalgo, no era el eminente académico. Sus méritos eran otros. No tenía una educación esmerada, no había tenido la oportunidad de instruirse de esa forma, pero brillaba por su gran talento. Lo guiaba su dignidad de hombre pensante; su deseo era redimir a todos los suyos, es decir: al pueblo, del cual con justificada razón se sentía parte: “Es el mestizo con su instinto, con su intuición y su genio... Lo que ignora lo adivina, lo que piensa lo ejecuta; lo que tiene que hacer lo improvisa... habla breve y claro y dice cuanto quiere... Viene del campo donde fue labrador once años...”15.


Él se definía a sí mismo como un hombre errante. Tenía esa sabiduría: les daba pausa a sus pasos, sabía apresurarlos o detenerlos; intuía las distancias y los tiempos; y presentía las vicisitudes que podía enfrentar en los caminos. Por sus atributos, él era el hombre destinado a recorrer el eje transversal del país llevando la llama de la insurrección.


Morelos toma el camino de las armas con plena conciencia de sus actos y con una estrategia preconcebida. En su primera campaña libertaria, el primero de noviembre de 1810, escribe: “Veo de sumo interés escoger la fuerza con el que debo atacar al enemigo, más bien que llevar un mundo de gente sin armas ni disciplina. Cierto que pueblos enteros me siguen a la lucha por la independencia…pero los impido. Es grande la empresa en que nos hemos empeñado pero nuestro moderador es Dios, que nos guía hasta ponernos en posesión de la tierra y libertad”.


Morelos era un hombre de estrategias, que columbraba y que meditaba sobre los movimientos a seguir. En Chiautla, Puebla, divide su ejército en tres grandes cuerpos: uno que debería ir hacia el sur para tomar Oaxaca; otro con la misión de controlar Taxco y el cuerpo dirigido por él que debería avanzar hacia el centro de México. Las tropas realistas lo contienen en Cuautla y después de romper el fatigante sitio que se les impuso a las fuerzas insurgentes, del 19 de febrero al 2 de mayo de 1812, regresa convaleciente a Chiautla, el 4 de mayo. Ahí reagrupa sus fuerzas y emprende su tercera campaña, la más exitosa de todas, que culmina con la toma de la importante Ciudad de Oaxaca.


El ejército de Morelos era un ejército popular. Lo acompañaban, rancheros, mineros, arrieros, gañanes y aun hacendados, como los Bravo y los Galeana. También tenía un papel destacado el bajo clero, cuya evocación forma parte de la participación histórica de algunos Pueblos en la revolución de independencia; es el caso del cura Mariano Antonio Tapia, un coronel insurgente nacido en Chiautla, quien muere heroicamente el 18 de octubre de 1812. En su honor, en 1901, la villa de Chiautla de la Sal cambia su nombre por el de villa de Chiautla de Tapia.


El carácter social de la insurgencia de Morelos puede contemplarse en dos textos trascendentes. El Bando de 1813 señala: “Que los naturales de los pueblos sean dueños de sus tierras (y) rentas sin el fraude de las entradas de cajas”. El 14 de septiembre, durante el Congreso de Chilpancingo, hace patente el carácter eminentemente social y popular de la lucha que encabeza: “Qué como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro congreso deben ser tales, que obliguen a la constancia y el patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia y de tal suerte se aumente el jornal al pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”.


En un comentario ejemplar, el intelectual zapatista Gildardo Magaña analizando al agrarismo de Morelos y en lo particular el “Proyecto para la confiscación de intereses de europeos y americanos adictos al Gobierno Español” señala: “Si Morelos hubiera tenido la fortuna de consumar la Independencia, conforme a sus ideas de emancipación y mejoramiento de los de abajo, transcritas en muchas partes de este documento, seguramente el cataclismo hubiese sido formidable; pero se hubiesen hecho entonces las reformas que un siglo después apenas empezamos a implantar. Por lo mismo… no vacilamos en afirmar: que si él la hubiese llevado a debido efecto, al establecer la autonomía nacional…, se hubiera moralizado la administración pública, se hubiera creado la conciencia colectiva y un bienestar modesto en las clases asalariadas, que habrían echado los cimientos de un país tranquilo y laborioso. Tal vez, se hubiera encontrado la “fórmula adecuada de paz, de estabilidad y de trabajo”.


Se ha puesto en duda la trascendencia histórica de Morelos, por la fragilidad mostrada ante la muerte; por no haber tenido la actitud estoica que corresponde a todo gran hombre: por no haber enfrentado el juicio entablado por sus enemigos con entereza, tal como lo había enfrentado Hidalgo. Como si él, hombre antes que héroe, no hubiera tenido derecho a sentir miedo: ¡de tenerle miedo a la muerte!


¡Qué ingratitud! La grandeza de un hombre radica más en su contribución al bienestar social y colectivo. Morelos trabajó arduamente en la creación de una Constitución para encontrar un futuro después de la insurgencia; fue el primero en sostener la necesidad de una independencia absoluta respecto a España, por lo tanto, fue el primer gran artífice de nuestra nacionalidad. Su ardua tarea revolucionaria, que le costó en efecto el don preciado de la vida, se sustentó en la integración de una asamblea constituyente, capaz de redactar un pacto social que posibilitara la conformación de un Estado soberano. Morelos, subrayó, representa en México “el esfuerzo más puro de un hombre para buscar la organización política de una nueva patria”.


Zapata: el hombre del altepetl.


Zapata surge históricamente de las raíces de su altepetl, de un pueblo nativo llamado Anenecuilco. El resiente en carne propia las injusticias de un liberalismo imperfecto, que se encona contra los derechos de los pueblos por mantener la posesión de sus tierras. Al asumir el liderazgo en defensa de las tierras de su pueblo, reivindica también la lucha histórica de los pueblos del centro del país.


A partir del siglo XVII, con el desarrollo y crecimiento de la producción azucarera en el Valle de Morelos y en los pueblos del Sur de Puebla, se inicia la querella de los pueblos contra las haciendas azucareras. Se suscitaron disputas por las tierras productivas entre los hacendados y las comunidades indígenas, a quienes la Corona les había permitido conservar sus propiedades, a cambio de su sumisión tributaria y laboral. Los pueblos indígenas del Centro de México, por lo general, estaban organizados para defender sus derechos, aun cuando los bandos no les favorecieran. Esta experiencia organizativa tiene sus orígenes, en la denominada “República de Indios”, que fue promovida en la época de la encomienda por las propias autoridades virreinales.


Los pueblos conservaron en su memoria y en algunos casos mapas (pictogramas) y documentos reales que les permitía reivindicar la tenencia de las tierras. Esta disputa por las tierras fértiles, en la dictadura porfirista se hizo patente en los valles de Cuautla, Cuernavaca, Yautepec, Jonacatepec e Izúcar. En el caso del pueblo de Anenecuilco, se sabe que sus hombres iniciaron la defensa de sus tierras desde 1587 y que en 1853 recurrieron al Archivo General de la Nación para fundamentar legalmente sus propiedades y que Zapata recibe estos documentos al asumir, en 1909, la presidencia del Concejo Municipal de Anenecuilco.


En su lucha por las reivindicaciones agrarias, el zapatismo contó con el apoyo de los pueblos y las comunidades originarias, que se constituyeron en sus tropas y en la base social de su movimiento. Su objetivo de dignificar a los hombres de los pueblos y comunidades convocó a una amplia masa social sujeta a la explotación, al cacicazgo y a la injusticia. El lema “Tierra y Libertad” caló hondo en la voluntad y en la conciencia de los pueblos. La extensión regional del movimiento parece limitada, pero no lo es tanto, si se considera que se unen al movimiento pueblos y comunidades de Morelos, del Sur de Puebla, de porciones de los Estados de Guerrero, Hidalgo, Tlaxcala y Veracruz; así como Xochimilco, Milpa Alta y los pueblos del Ajusco, en los alrededores de la Ciudad de México.


En la carta al presidente Woodrow Wilson, en 1914, Zapata señala con suma claridad las causas de su lucha. Primero, “los hacendados de despojo en despojo, hoy con un pretexto, mañana con otro, han ido absorbiendo todas las propiedades que legítimamente pertenecen y desde tiempo memorial han pertenecido a los pueblos de indígenas y de cuyo cultivo estos últimos sacaban el sustento de sus familias”. Segundo, “no teniendo ya las indígenas tierras, se han visto obligados a trabajar en las haciendas, por salarios ínfimos y teniendo que soportar el maltrato de los hacendados y de sus mayordomos o capataces”. Tercero, “los pueblos se han hecho justicia porque la legislación no los favorece y toda vez que la constitución vigente es más bien un estorbo que una defensa o una garantía para el pueblo”. Cuarto, “no habrá paz en México, mientras no se eleve el Plan de Ayala (la devolución de tierras a los pueblos y comunidades) a rango de ley o precepto constitucional y sea cumplido en todas sus partes”.


Emiliano Zapata sabía que se debían respetar a los pueblos y comunidades; que de ello dependía la fortaleza y sobrevivencia de su movimiento. Giraba circulares a los presidentes municipales diciéndoles que si algún jefe cometía depredaciones, lo desarmarán a él y a su gente y lo remitieran al Cuartel General. Decía constantemente: “si se cometen atropellos con los pueblos, ¿de qué vamos a vivir?”


Zapata nunca dejo de luchar: ¡muere luchando! “El zapatismo luchó contra todo y contra todos (Díaz, Madero, Huerta y Carranza)” y añadiría, contra los traidores a su causa. Sabía que algunos jefes revolucionarios se dedicaban a asolar y depredar a los pueblos; que impedían incluso llevar a cabo las acciones que se proponían a favor de éstos. El 7 de agosto de 1914, por ejemplo, el Presidente Municipal de Acaxtlahuacán, por conducto del Presidente Municipal de Chiautla, Cirilo G. Anzures, le remite la siguiente carta: respecto a su nota “que ordena que se inauguren las escuelas Municipales de ambos sexos, porque es un bien de la juventud…hallándose los vecinos de este Municipio muy escasos de recursos para sostener dichos establecimientos por razón de que aún siguen sufriendo los préstamos por varios Jefes de la Revolución que merodean a éstos lugares….suplico a Ud. respetuosamente que dichas escuelas se inauguren el día primero de enero del año 1915”.


Las reflexiones de Zapata eran naturalmente profundas, era un convencido de su causa; tenía la lucidez del hombre que se ha forjado una misión. El flagelo era extraño a su ideario político e histórico y es que el cauce natural de todo movimiento armado crea sus propios demonios: la depredación, la anarquía y la traición. En lugar de conciencia, en muchos de los “jefes” había egoísmo; la lealtad sucumbía ante ambiciones y prebendas. Zapata el hombre que honraba a la tierra y a los pueblos, a partir de 1917, se empezaba a quedar solo y sin armas, con sus propias e inalterables convicciones. Cito a Marte R. Gómez: “Comenzaban a faltar los cartabones que servían para establecer las jerarquías; cada quien se consideraba libre para actuar conforme a su capricho o, cuando menos, en caso de duda, se juzgaba autorizado para obrar por cuenta propia, a reserva de buscar refugio en el bando enemigo”.


Sólo así se explica las tropelías de jefes como Jesús “El Tuerto” Morales o de Clotilde Sosa, que se dedicaron a extorsionar y a masacrar a los pueblos de la jurisdicción de Chiautla y de la Mixteca poblana y que en su barbarie quemaron hasta sus registros históricos; oportunistas que después del zapatismo, militaron en otros bandos (huertistas y carrancistas): “mentecatos enlistados en las huestes revolucionarias del General Emiliano Zapata, porque hay que dejar bien establecido que este revolucionario no era en sí capaz de semejantes monstruosidades” (Notas biográficas de Eustolio Cilia Flores).


En pleno desgarramiento del movimiento, en 1917, Zapata hace un juicio severo, reconoce que mucha de su gente ha desvirtuado el movimiento, que se ha corrompido por ambiciones personales, que empieza a ser adversa a los objetivos de justicia social; que unos están muy cerca de la traición y que otros de plano lo han traicionado a él y a los pueblos y comunidades: “Los cobardes o los egoístas que... se han retirado a vivir en las poblaciones o campamentos, extorsionando a los pueblos o disfrutando de los caudales que se han apoderado a la sombra de la Revolución”.


Emiliano Zapata actuó con una conciencia inalterable, es el hombre que conjuga principios personales y universales; la razón de su causa fue adquiriendo mejor forma con el paso del tiempo. Frente a las desviaciones de sus “jefes” y de los traidores, el zapatismo emitió leyes y decretos de gran alcance social; entre ellas: la Ley Agraria, la Ley General del Trabajo, la Ley de Imprenta y la Ley Municipal.


Zapata nunca dejó de contar con el apoyo de los pueblos y comunidades. Él era el emblema de la justicia anhelada a lo largo de casi cuatro siglos; era su sangre misma, “su símbolo, pendón y bandera”. Aislado y casi sin armas, en un acto de felonía, cae abatido en una despiadada celada; pero siguió viviendo, transformado en leyenda, en la memoria de los pueblos. Y con razón: ¿cómo iba morir el hombre que significó su última y verdadera esperanza y que nunca abandonó su causa? Zapata saltó su propia historia para convertirse en un “inmortal”.


Corolario


En una entrevista de Julio Scherer, en 1973, Octavio Paz, en sintonía con lo expresado por Gildardo Magaña sobre el agrarismo de los pueblos de Morelos, expresa: “Si el almacén de proyectos históricos que fue Occidente se ha vaciado, ¿por qué no ponernos a pensar por nuestra cuenta, por qué no inventar soluciones?, ¿por qué no poner en entredicho los proyectos ruinosos que nos han llevado a la desolación que es el mundo moderno y diseñar otro proyecto, más humilde pero más humano y justo?” Y añade, remembrando al zapatismo: “una y otra vez, los campesinos mexicanos habían intentado establecer, en escala reducida y regional, un tipo de sociedad no progresista pero más justa, libre y humana”.

A 210 años y 110 años de nuestras dos grandes revoluciones, cuyos principios y objetivos básicos se sustentaban en la justicia social, ante la situación lamentable de pobreza, miseria y marginalidad en la que se encuentran millones de mexicanos, sólo queda decir que lo que se tiene es un México frívolo, sórdido y superfluo. Se les ha dado la espalda a los cauces sociales constitutivos de nuestro Estado. La impopularidad de los que nos gobernaron en los últimos treinta años fue tan notoria, que la ceremonia conmemorativa “del grito de la independencia” empezó a caer en la desolación; haciéndose cada vez más evidente el rechazo y el repudio social. Para volver a conmemorar es necesario forjar un nuevo Estado en el que imperen la ley y los preceptos sociales contenidos en el espíritu de nuestra Constitución.


Sin esperanzas y con desánimo todo sistema político se hace frágil. Estamos obligados por nuestro pasado y para tener futuro, a pensar en otro México: ¡en el México de la justicia social!




 

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