Gildardo Cilia López
Escribía mi columna semanal cuando de repente un destello iluminó mi mente. Debo decir que soy un hombre disciplinado, de modo que difícilmente dejo de hacer lo que yo creo es la razón de mi existencia: escribir.
En muchos momentos de nuestras vidas nos guían las pasiones, pero siempre serán necesarias las pausas para tranquilizar el espíritu y darle serenidad a nuestros actos. Para contrarrestar la vorágine siempre será necesaria lo que los griegos llamaron ataraxia; es decir, someter lo más posible nuestras pasiones a lo que dicta la sabiduría. Cierto, no sólo somos seres pensantes, sin embargo, no podríamos ser cabalmente hombres si dejáramos de utilizar la inteligencia que nos da nuestro maravilloso y complejo cerebro. Descartes planteó algo que parece un axioma: “pienso, luego existo”; bien podríamos vivir sin pensar, pero sin pensar no podríamos tener la certidumbre de existir.
Por ningún motivo dejo de escribir mis textos semanales. Desde que me levanto escribo pausadamente durante más de 10 horas, cuido las palabras y más que sembrar incertidumbre, trato de inducir a la mesura. Con noches de antelación voy preparando los temas, siempre reflexionando sobre mi amada patria. México es el espacio concéntrico de mis ideas y de mi alma. Los ancestros de esta tierra creían en el quinto sol: bajo esta cosmovisión fue creada la humanidad; de tal forma que nuestra luminosidad ubicada en el centro del todo irradia a cada uno de los puntos cardinales del universo.
Escribiendo – decía – surgió un destello. Como un milagro, contemplé a mi madre con sus magníficas narrativas sobre nuestra historia patria. Sonreí, me di cuenta de que mi amor por México y mi creencia en sus mitos, surgió por ella. Mi buena memoria remota me hicieron verla cuando narraba que nuestra historia la habían construido mártires y gigantes. Dejé de escribir, mi horizonte imaginario me llevó a otra anécdota que me hizo feliz. Sin ninguna catarsis, inicie un soliloquio de recuerdos que me generó un gran regocijo. A risas incontenibles.
Una decisión fundamental en la vida se da a los 17 o 18 años; es más digo sin hipérbole que es la más importante porque define lo que queremos ser. A diferencia de mis queridos hermanos, yo no sabía que profesión seguir. Estaba en el séptimo semestre del bachillerato y se tenía que elegir una carrera. Tenía habilidades en muchas ciencias, también conocía mis limitaciones. Dada mi impericia en actividades manuales, lo más que entendía es que no quería una carrera en donde se hicieran dibujos, trazos u operaciones quirúrgicas; tampoco, por mi natural introspección me placían las profesiones en donde las habilidades discursivas fuesen trascendentes.
A tres o cuatro días del plazo para elegir mi carrera, no sabía que quería estudiar, estaba verdaderamente angustiado. Me dirigía al cubículo de orientación vocacional, cuando en el camino me encontré al maestro Raúl Rocha:
- ¿Qué te pasa querido amigo? Te veo preocupado.
- Sí, es que no sé qué estudiar.
- Pausado, como era, Raúl me dijo: “sé que te gustan las ciencias sociales, las ciencias políticas, la historia y la filosofía; lo que no sé es que tan bueno seas para las matemáticas y las estadísticas”.
- Tengo buenas calificaciones en todo lo que se refiere a las ciencias exactas, incluso en la física teórica; pero soy una verdadera nulidad en cuestiones relacionadas con matraces, experimentos quirúrgicos y biológicos, así como en el dibujo técnico.
- ¡Hum! Por tus características se me hace que puedes ser un buen economista.
- ¿Economista? Raúl quiero decirte que no me quiero morir de hambre.
- No te preocupes por eso amigo, eres talentoso.
Me sentí halagado y feliz. Sabía que carrera estudiar. Mi madre desde hacía un buen tiempo insistía en preguntarme “qué vas a estudiar”. Ese mismo día al llegar a casa, ante la misma pregunta, le contesté, economía. No me dijo nada, hasta creo que le pareció bien. Orgullosa de sus hijos inmediatamente se comunicó con dos tías adorables; que palabras más o palabras menos le dijeron:
- ¡Qué barbaridad Emma!, ese joven se va a hacer un libre pensador, ateo y comunista.
Emmita – mi madre – hizo de mi conocimiento esos comentarios, no obstante, no se opuso a mi decisión. Ni ella ni mis tías sabían que mi percepción sobre Dios y la religión había cambiado desde hacía un buen tiempo. Cómo no, si había leído algunos textos o pasajes literarios de Voltaire, Rousseau, Hobbes, Darwin, Engels y Marx; además de algunos textos panfletarios, que honestamente nunca me acabaron de gustar.
Así, entré a la carrera de economía y mi escepticismo sobre Dios y sobre la religión creció aún más. Mi espíritu ahora se nutría de las teorías liberales, marginalistas y neoclásicas y de los imperativos éticos de las teorías del valor de Adam Smith, Thomas Malthus, David Ricardo y Karl Marx.
Perceptiva - como era - mi madre advirtió que me estaba alejando a pasos agigantados de los últimos reductos de su fe; de modo, que ideó una solución “brillante”: en la noche (o pardeando la tarde) me hacía rezar el rosario, con su interminable letanía de súplicas y alabanzas. ¡Ah!, y los domingos casi de la mano me llevaba a misa, teniendo como aliada la mirada fulminante de mi padre. Así, todos los días, durante los dos primeros años de la carrera de economía: por las mañanas, me concentraba en entender cuál era la utilidad marginal y el verdadera valor de las cosas, además de utilizar el cálculo diferencial para obtener los puntos de equilibrio del consumidor y del capitalista; y por las noches a redimirme con Dios, nuestro señor.
Mi corazón estaba gozoso ante ese recuerdo y así, sintiéndome inmensamente feliz, llegó la pausa. Me hice una interrogante: ¿Cuál era el sentido de la fe de Emmita? Pronto recordé que su fe la redimía hasta en los momentos de infortunio. La economía como la vida se mueve en ciclos: de la bonanza a la escasez y de la escasez a la bonanza y así sucesivamente. En los momentos difíciles, nunca se quejaba; al contrario, su gran inteligencia concebía retos más que derrotas; a todos nos empujaba con su fe: a mi padre, para encontrar alternativas económicas y a nosotros, para que en el camino de la superación encontráramos la solución a los avatares de la vida que nunca dejan de presentarse.
Mi madre me enseñó que la fe no debe ser lamentación profunda, que sólo hace evidente nuestra frustración y exasperación ante la adversidad; que la fe es un recurso espiritual para mantener e infundir esperanza.
Gracias Emmita.
P.d. Soy un hombre sin ataduras ideológicas; si acaso, un liberal irredento que cree que la fe enaltece nuestra condición de ser animales con espíritu.
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