Gildardo Cilia López
La paciencia es un árbol de raíz amarga, pero de frutos muy dulces (proverbio persa)
Disculpen que inicie esta columna con una aclaración. Mi amigo Gerardo Reyes me mandó un video de Ángel Verdugo, en donde inculpa a los economistas keynesianos de la crisis que se presentó en los años setenta del siglo pasado. En una vulgarización de lo que es el keynesianismo concibe que este sólo consiste en que el Estado gaste más. En ese afán cuestiona a la insigne maestra Ifigenia Martínez, sin saber que durante ese tiempo e incluso desde antes, propugnaba por una reforma fiscal progresiva, como una medida básica para equilibrar las cuentas de ingreso y de gasto del Gobierno, así como para contener los dos ratios que miden la salud de las finanzas públicas: el cociente déficit público a PIB y la relación deuda pública a PIB.
Se equivoca el comentarista en dos sentidos:
Primero, el keynesianismo se sustenta en el análisis de los dos componentes básicos de la demanda agregada: el consumo y la inversión; que en su desempeño determinan la tasa de empleo y el nivel de actividad económica. Keynes rompe con la Ley de Say (toda oferta crea su propia demanda), percibe que existe un desfase entre lo que se ahorra y lo que se consume y se invierte. Ante un mercado deprimido y ante el crecimiento de stocks, concluye que se requiere de instrumentar una estrategia anticíclica para ampliar la producción y los niveles de empleo. La adopción de políticas expansivas en etapas recesivas es aceptada como necesaria no sólo por los keynesianos, sino por casi todos los economistas; es decir, Keynes no propuso que se mantuviera un gasto expansivo continuo en todas las fases del ciclo económico.
Segundo, más interesado en “salvar al capitalismo”, cuya existencia se ponía en duda por la gran depresión de 1929, a Keynes le preocupaba que el dinero tuviera un impacto reactivo a partir del nivel de la tasa de interés; lo que implícitamente lleva al análisis de establecer cuál es la mejor forma de financiar el gasto público. Es interesante la carta que le dirigió a Roosevelt, de la cual destaco lo siguiente:
“Usted se enfrenta a una doble tarea: recuperación de la crisis y la aprobación de reformas económicas y sociales…El objetivo de la recuperación es incrementar el producto y el empleo…Las personas deben ser inducidas a gastar una mayor parte de su ingreso, o las empresas deben ser persuadidas, ya sea por una mayor confianza o por una menor tasa de interés, para contratar más personal y así crear más ingresos en manos de sus empleados. Alternativamente, (se deben) crear ingresos adicionales a través del gasto público”. (Y añade): “La prioridad está en otorgar crédito para el gasto bajo los auspicios del gobierno… yo colocaría el crédito barato y abundante, así como la reducción de la tasa de interés de largo plazo a través de la intervención de la Reserva Federal” (citas tomadas de Alejandro Nadal, “De Keynes a Roosevelt”, la Jornada 2 de enero, 2013).
Los economistas coinciden, en lo general, que la disminución de la tasa de interés resulta pertinente para estimular la inversión en periodos depresivos o en los que se prevé recesión; así lo está haciendo la FED de los Estados Unidos hoy en día. Las contribuciones y recomendaciones de Keynes continúan vigentes, lejos están de ser desechadas.
Los que creen que Keynes era partidario del cualquier tipo de financiamiento para ejercer el gasto están en un error. En 1942, publica su ensayo ¿Cómo pagar la guerra?, en donde considera que la guerra se tenía que financiar con más impuestos y con menos endeudamiento. Siempre será importante evitar impactos negativo en la tasa de interés y, consecuentemente, en la eficiencia marginal del capital; es decir, la fuente de financiamiento del gasto es importante para mantener expectativas favorables de crecimiento dentro de una visión de largo plazo.
Las deudas, además, erosionan la capacidad financiera de los agentes económicos. Esto es, todo aumento en el costo de una deuda significa tanto para los consumidores como para los inversionistas sacrificar una porción mayor de los ingresos para el pago de intereses. En los gobiernos, esto lleva a presionar su capacidad fiscal. El pago por costo financiero en México, ante el escenario de altas tasas de interés, estimado para 2025 conforme a los Pre-criterios de Política Económica asciende a 1.23 billones de pesos, alrededor de 15% del presupuesto total, esto sólo por dar un dato.
A diferencia de lo que concibe la ortodoxia económica, el Estado no gasta para sustituir a la inversión privada (aun cuando debe cuidar que así sea), sino porque el mercado resulta imperfecto para regularse en forma natural; lo que incide en desequilibrios básicos en la demanda efectiva y en el mercado de trabajo. Es decir, por sí mismo, el mercado puede hacer infeliz a mucha gente, por lo que se requiere del imperativo ético del Estado.
Leo Zuckermann, como muchos otros que se definen neoliberales, concibe que el “Estado no lo puede todo”, cuando justo es al revés, si intervino históricamente es porque el “mercado no lo pudo todo”, es decir, no pudo zanjar, por sí mismo, la desinversión, el deterioro en el consumo y el desempleo. Más acorde con la premonición de Francis Fukuyama, creía (o tal vez siga creyendo) que el derrumbe del muro de Berlín significaba el fin de la historia; es decir, la prevalencia para siempre de la democracia liberal y de la economía de mercado. Este optimismo no es nuevo, en los años veinte de siglo anterior, previo a la gran depresión de 1929, la prosperidad de la economía norteamericana hizo pensar que la felicidad de su gente iba a ser eterna.
Ahora en México se discute, ante una democracia mayoritaria, si la misma es liberal o iliberal. Discusión absurda que se deriva de una concepción dogmática de la historia; se olvida de que la democracia no debería tener adjetivos, tal como lo propuso Krauze; que la mayoría, calificada o no, se gana en las urnas. Lo más grave es que la idea del fin de la historia llevó a que no se hiciera una revisión del pasado porque simplemente ya no era necesaria.
Es más, se consideró que el keynesianismo era vetusto y nocivo para el desarrollo de una economía de mercado. No se vio la viga en el ojo propio, el neoliberalismo tiene también una edad avanzada: dio inicio en la práctica con el terrible golpe militar en Chile en 1973 y se afianzó con la revolución conservadora de Thatcher y Reagan en los años ochenta del siglo pasado. Su cuna teórica, la escuela liberal austriaca, es aún más lejana, data de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.
La crisis hipotecaria de 2008 y la de COVID de 2020, hizo comprender que las ideas keynesianas sólo estaban en un estado latente y que su aplicación más que necesaria era urgente. Estos eventos sacudieron otra vez las ideas económicas e hicieron comprender que las teorías más que por el tiempo, dependen de su grado y correcta aplicabilidad.
Recurrir al pasado no es malo. Todavía recuerdo que Zuckermann y otros analistas se burlaron sin mesura alguna cuando López Obrador dijo en 2018 que su guía iba a ser el “modelo de desarrollo estabilizador”, instrumentado en México de 1954 a 1970. Parecía que ignoraban la historia económica del país, ha sido el periodo más exitoso de nuestro capitalismo: tasas de crecimiento económico altas, de más de 6%; niveles de inflación anual menores a 3% (incluso en algunos años hubo deflación) y con estabilidad cambiaria. Todo ello con un financiamiento equilibrado del gasto público (el déficit no sobrepasó el 4% del PIB) y con bajos niveles de endeudamiento, al situarse la deuda externa al final del periodo en un rango inferior a los 6 mil millones de dólares.
El modelo de desarrollo estabilizador es un referente histórico del país, en donde todos parecían saber la parte que les correspondía hacer dentro del engranaje social. Al Estado le correspondió ser el rector y promotor activo del desarrollo económico como inversionista en áreas estratégicas y en la construcción de la infraestructura necesaria para abrir y ampliar el mercado interno y los nichos de inversión privada; como regulador y proveedor del abasto a bajo precio de bienes y servicios básicos y promotor de la revolución verde, lo que impactó positivamente en la tasa salarial real; además de ser el responsable de la creación de instituciones sociales que garantizaban y ampliaban los servicios de educación, salud, vivienda y otros básicos. Muchas de estas funciones y acciones se retomaron durante el sexenio del presidente López Obrador. De modo que conocer la historia ayuda y mucho.
Con cierta insolencia se le pide a Claudia Sheinbaum que explique cómo va a financiar los proyectos de inversión pública, así como los programas sociales existentes y los que ha planteado. Ella, responsable, ha comentado que se trabajó durante cuatro meses para analizar las fuentes de recursos y ha reiterado que continuará con la “austeridad republicana” y con el propósito de disminuir el déficit fiscal hasta en un rango cercano a 3% del PIB.
El manual neoliberal, los lleva a tener una visión casi apocalíptica: que el “estatismo” de la 4T y en particular el de este Segundo Piso, hará regresar al país a un periodo de inestabilidad macroeconómica, como el de los años setenta del siglo pasado. En ese afán se hace oídos sordos a lo ya expresado por la presidenta, pero además se olvida que desde 1993 existe un elemento de control exógeno al gobierno federal: con la expedición de la Ley del Banco de México se prohíbe el financiamiento directo (emisión monetaria) del Banco Central al Gobierno Federal, por ser una fuente inflacionaria del gasto público.
La consolidación fiscal del Estado es un tema relevante para el futuro del país. El tema es amplio y tiene diferentes vertientes por lo que se requiere tratarlo en otra columna. Sólo una pregunta: ¿Quién en su sano juicio en un proceso electoral pide el voto popular diciendo que va a subir o a crear más impuestos, aun cuando sean a la riqueza? En política el tiempo oportuno es oro molido y quien es ingenuo opera su propio desastre.
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