Por: Alberto Equihua
Asistente: Isn’t this the same exam you gave this class last year?
Einstein: Yes, yes it is.
Asistente: But how can you give the same exam to this class, two years in a row?
Einstein: Because, the answers have changed.
En algún momento entre 1933 y 1955 en Princeton
Pregúntales a diferentes economistas, ¿qué sabe hacer? Lo más seguro es que recibas una respuesta diferente cada vez.
La economía es una ciencia. Probablemente la más “exacta” del ramo social. Por supuesto, no se puede comparar directamente con las ciencias exactas de pleno derecho o incluso las naturales. Éstas tienen un edificio teórico sólidamente cimentado en axiomas, proposiciones, etc. y sus conclusiones son resultados unívocos y suelen mantenerse estables. Aunque también están sujetas a cambios, como bien lo sabía Einstein; porque el conocimiento avanza, cambia, se enriquece, madura, etc.
La economía, a diferencia de las demás ciencias sociales, sí cuenta con esfuerzos de formalización muy serios y ambiciosos. Lo que le da un rigor que la acerca a las ciencias exactas, sin acabar de convertirlas. Quizás eso nos permita compartir la cuestión: ¿Para qué queremos economistas? O físicos, matemáticos, químicos, médicos, etc. Para desgracia de los economistas, su ciencia no produce resultados que luego se traduzcan en objetos concretos o principios inmutables (hay quien opina que la matemática se descubre).
En alguna época, los economistas parecieron ser los adivinos modernos. Personajes que con su ciencia eran capaces de predecir lo que ocurriría en el mundo de la producción y la distribución. En una época en la que incluso las guerras parecían castigos divinos, impuestos a los hombres por sus pecados o por enfurecer a los dioses. Así también la mala fortuna en lo económico parecía otra forma de furia celestial. O el premio celestial, cuando las cosas marchaban bien. ¿Cómo explicar de otra manera el desempleo, la pobreza, la carestía, el fracaso o él éxito en los negocios?
Como todas las ciencias, los economistas empezaron por plantear las preguntas que los encaminarían a descubrir la esencia de las cosas. Preguntas que luego habría que estudiar y responder. En un mundo en que la política y los gobiernos se daban por bien servidos si lograban mantener a sus enemigos fuera de sus fronteras, con algún orden y paz en su interior, su preocupación económica más importante era cobrar los impuestos que les permitiera defender el territorio e imponer la paz interior. En un mundo así, los ciudadanos estaban abandonados a su suerte para producir algo que les permitiera sobrevivir y pagar los impuestos que le exigían los gobernantes. Y, no obstante, la gente producía y las naciones exhibían algún grado de riqueza. De ahí que la primera pregunta económica que calificara como científica aparentemente fue: ¿Cuál es el origen de la riqueza de las naciones? Adam Smith la planteó formalmente en 1776 y al responderla propuso que la producción y la distribución se resuelven espontáneamente, cuando las personas persiguen su interés propio o privado. Los miembros de una sociedad actuando así, sin necesidad de ninguna dirección adicional, producen y distribuyen los frutos de sus esfuerzos, como si fueran guiados por la famosa “mano invisible” de Adam Smith. Una metáfora que se cita con alguna frecuencia hasta la actualidad. Y esa fue su respuesta: el interés propio es el origen de la riqueza de las naciones.
Los economistas, como científicos, plantean preguntas y diseñan hipótesis que prueban con base en la observación cuidadosa de la realidad y con la ayuda de herramientas y metodologías analíticas. En 1890 otro economista, Alfred Marshall publicó su libro “Principios de economía”. Por aquél entonces los mercados ya eran lugares comunes y formaban parte de la vida cotidiana de las personas. Pero no se entendía claramente cómo funcionaban. Todos veían cómo los precios subían y bajaban sin razones aparentes, compradores y vendedores estaban a merced de fuerzas incomprensibles y caprichosas. ¿Quién define los precios en un mercado? Una pregunta que muchos todavía se plantean con azoro. La hipótesis es que un mecanismo de subasta define el precio. Ahora puede parecer trivial, pero a fines del siglo XIX fue necesaria una observación aguda para constatar que el precio de una mercancía sube cuando los consumidores quieren más de ella o los productores reducen la cantidad que ofrecen en el mercado. Esta hipótesis y su comprobación dio lugar a más reflexiones. Si el precio sube por lo que hoy llamamos un exceso de demanda, los productores disfrutarán un mayor beneficio. El efecto es que aumentarán la producción o atraerán a nuevos productores que también incrementarán la oferta. A la larga el precio disminuirá nuevamente hasta un nivel “normal” por efecto de la oferta incrementada. Nivel en el que los productores no se sentirán motivados para producir más ni nadie se interese en integrarse a la producción y oferta de tal mercancía en ese mercado.
Entender la producción y la distribución, y formalizar las explicaciones de los economistas nos ha dotado de una teoría, la teoría económica. Ésta es, como en todas las ciencias, observación empírica sistematizada y decantada en modelos. Por supuesto, una vez armados con la teoría económica, la tentación de predecir y jugar al adivino es difícil de resistir. No, al economista no lo queremos para que nos prediga el futuro. Por lo menos no es su función más retadora. Al economista lo necesitamos para que nos aconseje qué hacer, particularmente en los asuntos relativos a la producción y la distribución en su escala social. Por eso es economía política, para diferenciarla de la doméstica. El gobernante necesita el consejo científico del economista para tomar decisiones. La política define los rumbos que toman las sociedades. Al actuar, el político hará bien en reflexionar en los escenarios (no predicciones puntuales) que pueden concretarse en el futuro, evaluarlos, priorizarlos y elegir el preferible, para aplicar las políticas que eleven la posibilidad de llegar al escenario más deseable y evitar los más indeseables. En este proceso, el político necesita el consejo del economista y el dominio de su ciencia.
Adam Smith apuntó claramente que el gobierno, la política, tienen poco que hacer tratando de dictar a las personas qué, cómo, con qué producir y tampoco qué consumir. Dejados a su libre albedrío, las personas son capaces de resolver todas estas cuestiones, porque persiguen su interés propio. La política convirtió esta hipótesis en una ideología: el liberalismo. A la larga dividió al mundo y convirtió a la libertad en uno de los valores, si no es que en el valor más significativo de la civilización humana.
Las crisis económicas recurrentes hicieron que los políticos se sintieran responsables de actuar, igualmente como en el pasado. La teoría económica incluso intentó entenderlas como un fenómeno inherente a la economía, por lo menos al capitalismo (por cierto, otro concepto más ideológico que económico). Ahí están los registros de las teorías de los ciclos económicos. Keynes en 1936, unos años después de la gran depresión, propuso su teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Un esfuerzo para responder la pregunta ¿Tiene algún efecto el dinero sobre el empleo? La hipótesis es que el gasto en la economía tiene un efecto multiplicado por un factor, según la propensión de los ciudadanos para consumir. Su consejo fue poner dinero a circular; pagar a unos por hacer hoyos y a otros para cerrarlos, si fuera necesario.
Los políticos recibieron la propuesta con agrado, pues les dio el fundamento para justificar intervenciones en la economía que ya habían empezado a poner en práctica para neutralizar la calamidad que los ciclos económicos habían planteado a lo largo de la historia. Pareció funcionar algún tiempo, pero en el siglo XX aparecieron las hiperinflaciones como “efectos colaterales” indeseables. Aún antes de Keynes, Alemania ya había sorprendido con el fenómeno alcista, después de la primera guerra mundial. Conforme avanzaba el siglo XX siguieron otros países, particularmente en Latinoamérica. La varita mágica de las políticas monetaria y fiscal como instrumentos anticíclicos resultó que tenía efectos secundarios, no tan soslayables. Milton Friedman fue el economista que a mediados del siglo pasado reivindicó la no intervención de los gobiernos en la economía. Se le ha entendido como un nuevo liberalismo. Pero es diferente a la idea originada en Smith. El de Friedman aboga por dejar de tratar de conducir la dinámica económica de los países con políticas tan poderosas como la monetaria y observar la ortodoxia financiera en el ejercicio fiscal. Es decir, evitar los déficits de los gobiernos. Las hipótesis y observaciones de Friedman dieron lugar a la definición ideológica en la política, conocida como neoliberalismo. En el mundo, esta ideología ha visto fenómenos notables. Por ejemplo, la caída del muro de Berlín, el surgimiento del bloque económico europeo, el desmoronamiento del bloque socialista, el surgimiento de China como potencia mundial, reducción de la pobreza en el mundo (particularmente en China), los períodos más largos de crecimiento ininterrumpido de la producción mundial, por citar sólo los más conspicuos.
Entonces recapitulemos, ¿para qué queremos economistas?
· Para definir escenarios posibles en el futuro. Evaluarlos y priorizarlos.
· Para proponer las políticas que nos permitan avanzar hacia los escenarios más preferibles y evitar los más indeseables.
Por supuesto, para eso requerimos una teoría económica robusta y probada, resultado de una suerte de investigación básica en economía. Este trabajo hoy es más importante que nunca. El avance tecnológico acelerado y disruptivo, claramente está transformando todas las esferas de la vida humana. Ciertamente también todo lo que hoy damos por sentado en economía debe ser revisado y cuestionado: el trabajo, el consumo, la inversión, la innovación, el capital, el dinero... Hoy es necesario plantear las mejores preguntas que seamos capaces de imaginar. Tenemos que echar mano de todo el herramental analítico que tenemos a nuestra disposición, para observar y entender primero nuestra realidad; pero no menos importante, los escenarios que se están perfilando para nuestro futuro en sus diversos plazos, evaluarlos, priorizarlos y diseñar las políticas que nos encaminen al mejor futuro posible. Por lo menos desde nuestra perspectiva actual.
Ser economista mexicano impone una responsabilidad mayor. Nuestro consejo científicamente fundamentado no sólo es necesario ante los retos de las macrotendencias vigentes en el mundo. También tenemos que hacer planteamientos inteligentes, fundamentados y útiles para las transformaciones que exige nuestro país:
¿Cómo pasar de la revolución industrial del carbón y el acero a la 4ª revolución industrial en un salto?
¿Cómo integrar a todos los mexicanos a una corriente de prosperidad sostenida y acelerada?
¿Cómo conciliar la superación de los grandes rezagos sociales con un ambiente en equilibrio?
¿Cómo asegurar que el planeta mantenga indefinidamente su capacidad para sostener la vida silvestre y humana?
Estas son sólo 4 preguntas para estimular la reflexión. Y no. No es necesario que los economistas se hagan cargo de la economía (pero, si no hubiera más remedio, podría ser preferible). Lo que sí sería una catástrofe es que los políticos crean que pueden hacerse cargo de la teoría económica. No que me sorprenda. Alguna vez recibí una lección memorable del análisis costo – beneficio en voz de un taxista. Pero ¿Quién no ha recibido prescripciones médicas de todo tipo de personas?
23 de agosto, 2019.
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